Jose Manuel Beiro, Letrado de la Administración de Justicia
La Real Academia Española de la Lengua admitió hace muchos días la palabra zombi con el significado de “persona que se supone muerta y reanimada por arte de brujería con el fin de dominar su voluntad”, y también como adjetivo equivalente a “atontado, que se comporta como un autómata”.
En la cultura popular contemporánea se ha consolidado además como una visión con perspectiva de amenaza colectiva en forma de plaga profetizada que, a menudo con origen en un oscuro experimento fracasado, se extiende infectando a la mayor parte de la población hasta destruir el funcionamiento institucional de la sociedad como tal.
Pero, ¿Se puede hablar realmente del pujante corporativismo en el sector público, en especial en la justicia, como una epidemia ideológica con potencial socialmente destructivo?
En el escenario socioeconómico hiper-inter-comunicado de las sociedades occidentales actuales resultaría hasta obsceno sugerir que la búsqueda de la máxima felicidad individual a costa y por encima del bienestar de la comunidad pueda definirse como una actitud nociva. De hecho ya es un lugar común que el narcisismo individual como victorioso motor de la comunicación y de las relaciones interpersonales y sociales se ha extendido como una plaga. Erich Fromm en su Anatomía de la destructividad humana (1975) ya hablaba del narcisismo colectivo, de su poder de convicción y de su capacidad para convertir una percepción compartida en una forma de realidad.
En el llamado “sector justicia”, hace ya más de dos décadas, el recientemente fallecido magistrado Javier Martínez Lázaro, en una lúcida reflexión publicada por Juezas y Jueces para la Democracia, estableció que “el corporativismo no sólo es insolidario e injusto, además es irracional y estúpido” en cuanto tendente al rechazo social, cumpliéndose de algún modo con esa caracterización la primera parte de la adjetivación académica.
La pereza intelectual del gremialismo y la constante simplificación en la interpretación del entorno conducen inevitablemente al redil de la automaticidad y la homogeneización del discurso, a la utopía posible de la unidad, al culto hueco de lo transversal, el gris horizonte del “todos juntos por encima de nuestras diferencias” y la apuesta radical por la antipolítica.
Basta un repaso superficial de reseñas periodísticas, discursos de autoridades judiciales en tomas de posesión y eventos de todo tipo, comunicados de asociaciones profesionales, de organizaciones sindicales, y con frecuencia de representantes parlamentarios y de responsables políticos durante los últimos cuarenta años, para percibir que el discurso hegemónico en el sector profesional de la justicia es, en todos sus niveles y colectivos, aplastantemente corporativista: la prioridad no se sitúa en el servicio a la ciudadanía y en la adecuada garantía de sus derechos, sino que su satisfacción se relativiza en función de la promoción de las reivindicaciones, intereses cuando no prebendas y distinciones de servidores públicos y colectivos profesionales. En el otro platillo de la balanza, todo análisis crítico del servicio, toda propuesta, toda interpretación de las necesidades públicas, y finalmente, toda respuesta, se resume en la pócima sagrada del corporativismo mágico: queremos más, más medios, más de aquello que es responsabilidad de los otros, y lo queremos siempre, geométrica, exponencialmente.
En los cuerpos superiores, jueces, fiscales, letrados de la administración de justicia, el virus corporativista es particularmente voraz: un período de incubación rapidísimo, una elevada fiebre de pertenencia aristocrática, gentrificación sedimentaria por rebaños en forma de promociones, y una indisimulada querencia por los actos de comunión colectiva y éxtasis decorativo.
Es importante matizar que esta no es una consideración coyuntural pretendidamente legitimadora de los intentos de manipulación partidista de las decisiones judiciales o de vulneración de la independencia de jueces y magistrados, ni de cuestionamiento de reclamaciones laborales por los trabajadores al servicio de la administración de justicia.
Se trata de una simple fantasía obtenida a partir de la descripción de una reflexión ontológica constatada incesantemente: soy juez, jueza, letrado, letrada, fiscal, etc. porque me he ganado una posición en este estamento y eso me atribuye ciertas cualidades de por vida que me distinguen del resto del cuerpo social. Y lo he obtenido porque yo lo merezco, porque yo soy yo, constructor o constructora de mi épica individual, elegido o elegida por el destino en mitad de los siglos para una misión que vosotros no entenderíais, pero que consiste en haceros el bien.
¿Tiene realmente capacidad esta epidemia corporativista para deteriorar hasta un punto crítico el sistema y las instituciones democráticas? Por una parte cuesta creer que el actual -y a menudo naïf- esplendor de Narciso en el mundo de la justicia esté buscando su sitio en el Estado corporativo fascista de los años 20 y 30. Tal vez el apocalipsis corporativista en el sector público sea una de las señales anunciadoras de una reordenación política de los estados hacia el capitalismo totalitario a que se refiere Slavoj Žižek.
En cualquier caso, el fenómeno corporativista en la justicia española merece una reflexión seria por parte de los poderes públicos.
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